El hombre sentimental by Javier Marías

El hombre sentimental by Javier Marías

autor:Javier Marías [Marías, Javier]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1986-01-01T05:00:00+00:00


Hoy estaba previsto que, en vez de estar aquí con esta pluma y estas cuartillas durante la buena parte del día que llevo ocupado en ello, empezara a estudiar el nuevo papel, asimismo de Verdi, que cantaré próximamente en Verona y en Viena: serán mis primeras interpretaciones del Radamés de Aida. A un tenor no le queda más remedio que cantar a Verdi durante toda su vida a menos que se especialice en Wagner, cosa que yo no he hecho ni haría jamás. Los cantantes wagnerianos son seres obsesivos y tremendamente maniáticos, o, mejor dicho, además de ser muy maniáticos —como en realidad lo somos todos los músicos en general—, se empeñan en resultar originales tanto en su canto como en sus costumbres, y ese afán es, como saben cuantos han tenido algún contacto directo con la producción o emisión del arte, lo más enloquecedor que existe. Yo tengo mis muchas manías. (Por ejemplo, la pluma con la que ahora mismo estoy escribiendo tiene la plumilla negra y mate como todas las mías, porque una que la tuviera dorada y brillante —lo más corriente— me dañaría la vista, que queda fijada, mientras uno escribe, a tan sólo un milímetro de la plumilla llena de reflejos que rasga la hoja.) Pero nunca llegaré a extremos como los de Horbiger, que aunque interviniera en Madrid hace cuatro temporadas en el papel de Otello, cantaba sobre todo a Wagner, y sobre todo Tristan y Tannháuser dentro de Wagner. En su día fue un genial innovador en la interpretación de estos papeles, pero su anhelo de originalidad se fue haciendo cada vez más fuerte y más abarcador a medida que sus facultades disminuían con los años, y en los últimos de su carrera alardeaba de sus propias excentricidades, y contaba muy ufano que precisaba dormir once horas, cambiarse de ropa cuatro veces diarias, bañarse tres y hacer dos el amor para sentirse mínimamente a gusto. Si ello era verdad, no comprendo cómo le quedaba tiempo para nada más. Pero su verdadera manía y su verdadero drama era que no podía salir a escena si veía, oculto tras el telón un minuto antes del inicio de la representación —un ojo veloz e inyectado en sangre que coincidía cada pocos segundos con la ranura—, que había una sola butaca sin ocupar. No le importaba lo que sucediera en los anfiteatros (aunque los prefería llenos), pero, acostumbrado a las apoteosis constantes de su juventud, necesitaba que el patio de butacas y los palcos no presentaran claros. Esto es lo que justamente no sucede nunca un minuto antes de comenzar, porque hay una parte del público que siempre llega con retraso, y Horbiger obligaba a los empresarios a alzar el telón cinco, siete, diez, doce y hasta quince minutos más tarde de la hora programada a fin de dar tiempo a los rezagados y poder así ver colmados el patio de butacas y los palcos. Los puntuales se irritaban, y la orquesta, aburrida, afinaba y reafinaba sus instrumentos para desesperación de los oídos de aquéllos.



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